Había una mujer que no hacía nada sin consultar el I-Ching. Se imaginaba una ruleta donde las apuestas se pagan con acontecimientos de la vida del que juega.

El monje escala la colina con un bastón de caña. La tormenta se avecina. Su discípulo se ha negado a seguir.

El carácter enigmático de las profecías le permitía cierto margen de decisión personal. Había varios futuros posibles. Comprendió que para construirse un destino lo fundamental es descifrar, no decidir.

Vivía en Princeton, New Jersey. Su marido era un biólogo que antes de terminar su doctorado en el MIT había sido contratado por una gran corporación. Viajaba a Nueva York todos los días y ella se quedaba sola. Nunca sabía qué hacer en esas horas vacías. La paralizaba no poder elegir en la maraña microscópica de posibilidades. Veía su vida como un hormiguero destruido, con los insectos huyendo en todas direcciones.

Una noche, en una reunión, alguien habló del I-Ching o Libro de las mutaciones y elaboró una teoría sobre la construcción artificial de la experiencia. Al día siguiente la mujer consiguió un ejemplar en la biblioteca. Pensó que no debía consultar el libro para tomar grandes decisiones. Iba a concentrarse en la cadena insignificante de hechos laterales que podían dar lugar a desarrollos imprevistos. Un hombre se sentaba, por las mañanas, a leer el diario, en el bar que estaba enfrente de la universidad. ¿Tenía que hablar con él? El libro dijo:

Antes de la batalla el rey decide bañarse en los hielos del gran lago. El ejército acampa en la orilla. La bruma se alza en los montes.

Tuvo una aventura con el tipo que duró tres meses. Cuando su marido salía para Nueva York ella consultaba el libro y visitaba a su amante o era visitada por él.

Un día recibió la orden de dejar de verlo. Actuó con frialdad y resistió todos los argumentos. Al principio la llamaba por teléfono e incluso la amenazaba pero al final desistió. Lo veía siempre leyendo el diario en el café frente a la universidad.

Empezó a realizar pequeñas escapadas siguiendo las indicaciones del I-Ching. Tomaba un ómnibus, bajaba en un pueblo cualquiera, se sentaba a beber en un bar. Esa vida secreta la llenaba de alegría. Nunca podía imaginar lo que iba a hacer. Una vez se disfrazó de varón y fue a uno de los cines pornográficos de la calle 42. Otra vez fue a una casa de masajes atendida por mujeres. El libro insistía en que era un hombre. Un guerrero. Empezó a interesarse en el mundo del box. Pasaba horas mirando peleas en la televisión. Una tarde fue al gimnasio del Madison. Conoció a un boxeador negro, un peso pluma de veinte años que medía 1,60 y parecía un jockey.

Por fin el libro le dijo que debía irse. Se llevó todo el dinero que tenían en el banco, alquiló un auto y empezó a viajar. El libro le indicaba el camino.

A veces consultaba el I-Ching para saber si debía consultar el I-Ching.

Ricardo Piglia – de Prisión Perpetua (1988)

Deja un comentario